Suena la sirena.
No sabía quién era.
En Ella
un desgarro.
Desliza lentamente sus dedos por el recuerdo.
El pasillo era infinito –lo sigue siendo–.
Suena la sirena en todo el colegio.
El sol calienta la arena, los sillines inválidos del columpio, las ventanas de la última planta desde las que se veía el mar y soñaba con llegar a cualquier sitio que estuviera lejos, muy lejos.
Los ecos azulados de su voz aún continúan en esa explanada vacía donde explotó el futuro, donde dio su primer paso hacia el horizonte, donde se encontró de bruces con la vida, donde se manchó el babero tantas veces con zumo de piña.
Suena la sirena del colegio.
No sabe quién es.
Y en Ella
un desgarro.
Sigue siendo pequeñita en un cuerpo algo cambiado.
"Deja de soñar, deja de sentir demasiado". (Intentaron que aprendiera a hacerlo, pero no lo lograron.)
Desde entonces ha amado. Busca.
Le aterra imaginar todos esos lugares adonde no llegará nunca.
Se masturba el alma con las yemas de los poemas, con la lengua caliente de la página plagada de versos.
Una planta carnívora reposa sobre su pubis.
Las estrellas se golpean unas contra otras en sus muslos, la luz busca su eje, las manos resplandecientes no alcanzan a tocar el corazón de la herida, la cicatriz clandestina.
Olor a estrella quemada.
No sabe quién será.
En Ella
un desgarro.
Haber amado.
Haber amado tanto
a todos y a todo y a nadie.
Amar hasta los huesos, amar los espacios vacíos.
Peinarse una y otra vez las alas.
Haber amado, haber amado tanto...
Y seguir buscando.